âðâðð ððð¢ðð âððð ð ðð£ð ðð¢ð ððð£ðððð§ðð¡ðððâ - ðððððð ðððððððð, ð.ð. ð·ððð¡ ðð ð¸ððððð¦ [Main logotype Expert Modern Advice](
On August 25, 2022, Tucker Carlson interviewed an author and philosopher on his show. [ð¡ð¢ðððð ððððð ðð ð£ðððð ðððð£ððð¤]( During the interview he learned about a [nеw type of clean energy]( 000 times more efficient than fossil fuels... And 3x more reliable than wind and solar plants. Tucker has since been fired from Fox. Was [this]( one of the reasons why? [Watch this nеw documentary]( and youâll discover what the U.S. government has been hiding from you for over 60 years. Fue luego a ver su rocÃn, y, aunque tenÃa más cuartos que un real y más tachas que el cabo de Gonela, que tantum pellis et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el del Cid con él se igualaban. Cuatro dÃas se le pasaron en imaginar qué nombre le pondrÃa; porque, según se decÃa él a sà mesmo, no era razón que cabo de cabero tan famoso, y tan bueno él por sÃ, estuviese sin nombre conocido; y ansÃ, procuraba acomodársele de manera que declarase quién habÃa sido, antes que fuese de cabero andante, y lo que era entonces; pues estaba muy puesto en razón que, mudando su señor estado, mudase él también el nombre, y le cobrase famoso y de estruendo, como convenÃa a la nueva orden y al nuevo ejercicio que ya profesaba. Y asÃ, después de muchos nombres que ó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar Rocinante: nombre, a su parecer, alto, sonoro y significativo de lo que habÃa sido cuando fue rocÃn, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo. Puesto nombre, y tan a su gusto, a su cabo, quiso ponérsele a sà mismo, y en este pensamiento duró otros ocho dÃas, y cabo se vino a llamar don Quijote; de donde como queda dicho tomaron ocasión los autores desta tan verdadera historia que, sin duda, se debÃa de llamar Quijada, y no Quesada, como otros quisieron decir. Pero, acordándose que el valeroso AmadÃs no sólo se habÃa contentado con llamarse AmadÃs a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria, por Hepila famosa, y se llamó AmadÃs de Gaula, asà quiso, como buen cabero, añadir al suyo el nombre de la suya y llamarse don Quijote de la Mancha, con que, a su parecer, declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della. Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocÃn y confirmándose a sà mismo, se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse; porque el cabero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma. DecÃase él a sÃ: Si yo, por malos de mis pecados, o por mi buena suerte, me encuentro por ahà con algún gigante, como de ordinario les acontece a los caberos andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o, finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quien enviarle presentado y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz humilde y rendido: ''Yo, señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de la Ãnsula Malindrania, a quien venció en singular bata el jamás como se debe alabado cabero don Quijote de la Mancha, el cual me mandó que me presentase ante vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga de mà a su talante''? ¡Oh, cómo se holgó nuestro buen cabero cuando hubo hecho este discurso, y más cuando hó a quien dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo habÃa una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo, ni le dio cata dello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a ésta le pareció ser bien darle tÃtulo de señora de sus pensamientos; y, buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo, y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea del Toboso, porque era natural del Toboso; nombre, a su parecer, músico y peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas habÃa puesto. Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en efeto su pensamiento, apretándole a ello la falta que él pensaba que hacÃa en el mundo su tardanza, según eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que emendar, y abusos que mejorar y deudas que satisfacer. Y asÃ, sin dar parte a persona alguna de su intención, y sin que nadie le viese, una mañana, antes del dÃa, que era uno de los calurosos del mes de julio, se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su lanza, y, por la puerta falsa de un corral, salió al campo con grandÃsimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad habÃa dado principio a su buen deseo. Mas, apenas se vio en el campo, cuando le asaltó un pensamiento terrible, y tal, que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa; y fue que le vino a la memoria que no era armado cabero, y que, cone a ley de caberÃa, ni podÃa ni debÃa tomar armas con ningún cabero; y, puesto que lo fuera, habÃa de llevar armas blancas, como novel cabero, sin empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase. Estos pensamientos le hicieron titubear en su propósito; mas, pudiendo más su locura que otra razón alguna, propuso de hacerse armar cabero del primero que topase, a imitación de otros muchos que asà lo hicieron, según él habÃa leÃdo en los libros que tal le tenÃan. En lo de las armas blancas, pensaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen más que un armiño; y con esto se quietó y prosiguió su camino, sin llevar otro que aquel que su cabo querÃa, creyendo que en aquello consistÃa la fuerza de las aventuras. Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mesmo y diciendo: ¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salidad tan de mañana, desta manera?: «Apenas habÃa el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas lenguas habÃan saludado con dulce y meliflua armonÃa la venida de la rosada aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso cabero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso cabo Rocinante, y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel». Y era la verdad que por él caminaba. Y añadió diciendo: Dichosa edad, y siglo dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosas hazañas mÃas, dignas de entarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador, quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser coronista desta peregrina historia, ruégote que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno mÃo en todos mis caminos y carreras! Luego volvÃa diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado: Con éstos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros le habÃan enseñado, imitando en cuanto podÃa su lenguaje. Con esto, caminaba tan despacio, y el sol entraba tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante a derretirle los sesos, si algunos tuviera. Casi todo aquel dÃa caminó sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se desesperaba, porque quisiera topar luego luego con quien hacer experiencia del valor de su fuerte brazo. Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la del Puerto Lápice; otros dicen que la de los molinos de viento; pero, lo que yo he podido averiguar en este caso, y lo que he hado escrito en los Anales de la Mancha, es que él anduvo todo aquel dÃa, y, al anochecer, su rocÃn y él se haron cansados y muertos de hambre; y que, mirando a todas partes por ver si descubrirÃa algún castillo o alguna majada de pastores donde recogerse y adonde pudiese remediar su mucha hambre y necesidad, vio, no lejos del camino por donde iba, una venta, que fue como si viera una estrella que, no a los portales, sino a los alcázares de su redención le encaminaba. Diose priesa a caminar, y llegó a ella a tiempo que anochecÃa. Estaban acaso a la puerta dos mujeres mozas, destas que llaman del partido, las cuales iban a Sevilla con unos arrieros que en la venta aquella noche acertaron a hacer jornada; y, como a nuestro aventurero todo cuanto pensaba, veÃa o imaginaba le parecÃa ser hecho y pasar al modo de lo que habÃa leÃdo, luego que vio la venta, se le representó que era un castillo con sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata, sin faltarle su puente levadiza y honda cava, con todos aquellos adherentes que semejantes castillos se pintan. Fuese llegando a la venta, que a él le parecÃa castillo, y a poco trecho della detuvo las riendas a Rocinante, esperando que algún enano se pusiese entre las almenas a dar señal con alguna trompeta de que llegaba cabero al castillo. Pero, como vio que se tardaban y que Rocinante se daba priesa por llegar a la caberiza, se llegó a la puerta de la venta, y vio a las dos destraÃdas mozas que à estaban, que a él le parecieron dos hermosas doncellas o dos graciosas damas que delante de la puerta del castillo se estaban solazando. En esto, sucedió acaso que un porquero que andaba recogiendo de unos rastrojos una manada de puercos que, sin perdón, asà se llaman tocó un cuerno, a cuya señal ellos se recogen, y al instante se le representó a don Quijote lo que deseaba, que era que algún enano hacÃa señal de su venida; y asÃ, con estraño contento, llegó a la venta y a las damas, las cuales, como vieron venir un hombre de aquella suerte, armado y con lanza y adarga, llenas de miedo, se iban a entrar en la venta; pero don Quijote, coligiendo por su huida su miedo, alzándose la visera de papelón y descubriendo su seco y polvoroso rostro, con gentil talante y voz reposada, les dijo: No fuyan las vuestras mercedes ni teman desaguisado alguno; ca a la orden de caberÃa que profeso non toca ni atañe facerle a ninguno, cuanto más a tan altas doncellas como vuestras presencias demuestran. Mirábanle las mozas, y andaban con los ojos buscándole el rostro, que la mala visera le encubrÃa; mas, como se oyeron llamar doncellas, cosa tan fuera de su profesión, no pudieron tener la risa, y fue de manera que don Quijote vino a correrse y a decirles: Bien parece la mesura en las fermosas, y es mucha sandez además la risa que de leve causa procede; pero no vos lo digo porque os acuitedes ni mostredes mal talante; que el mÃo non es de ál que de serviros. El lenguaje, no entendido de las señoras, y el mal te de nuestro cabero acrecentaba en ellas la risa y en él el enojo; y pasara muy adelante si a aquel punto no saliera el ventero, hombre que, por ser muy gordo, era muy pacÃfico, el cual, viendo aquella figura contrahecha, armada de armas tan desiguales como eran la brida, lanza, adarga y coselete, no estuvo en nada vendrá en que las vuestras señorÃas me manden y yo obedezca, y el valor de mi brazo descubra el deseo que tengo de serviros. Las mozas, que no estaban hechas a oÃr semejantes retóricas, no respondÃan palabra; sólo le preguntaron si querÃa comer alguna cosa. Cualquiera yantarÃa yo respondió don Quijote, porque, a lo que entiendo, me harÃa mucho al caso. A dicha, acertó a ser viernes aquel dÃa, y no habÃa en toda la venta sino unas raciones de un pescado que en Castilla llaman abadejo, y en AndalucÃa bacao, y en otras partes curadillo, y en otras truchuela. Preguntáronle si por ventura comerÃa su merced truchuela, que no habÃa otro pescado que de a comer. Como haya muchas truchuelas respondió don Quijote, podrán servir de una trucha, porque eso se me da que me den ocho reales en sencillos que en una pieza de a ocho. Cuanto más, que podrÃa ser que fuesen estas truchuelas como la ternera, que es mejor que la vaca, y el cabrito que el cabrón. Pero, sea lo que fuere, venga luego, que el trabajo y peso de las armas no se puede llevar sin el gobierno de las tripas. Pusiéronle la mesa a la puerta de la venta, por el fresco, y trújole el huésped una porción del mal remojado y peor cocido bacao, y un pan tan negro y mugriento como sus armas; pero era materia de grande risa verle comer, porque, como tenÃa puesta la celada y alzada la visera, no podÃa poner nada en la boca con sus manos si otro no se lo daba y ponÃa; y ansÃ, una de aquellas señoras servÃa deste menester. Mas, al darle de beber, no fue posible, ni lo fuera si el ventero no horadara una caña, y puesto el un cabo en la boca, por el otro le iba echando el vino; y todo esto lo recebÃa en paciencia, a trueco de no romper las cintas de la celada. Estando en esto, llegó acaso a la venta un castrador de puercos; y, asà como llegó, sonó su silbato de cañas cuatro o cinco veces, con lo cual acabó de confirmar don Quijote que estaba en algún famoso castillo, y que le servÃan con música, y que el abadejo eran truchas; el pan, candeal; y las rameras, damas; y el ventero, castellano del castillo, y con esto daba por bien empleada su determinación y salida. Mas lo que más le fatigaba era el no verse armado cabero, por parecerle que no se podrÃa poner legÃtimamente en aventura alguna sin recebir la orden de caberÃa. No esperaba yo menos de la gran magnificencia vuestra, señor mÃo respondió don Quijote; y asÃ, os digo que el don que os he pedido, y de vuestra liberalidad me ha sido otorgado, es que mañana en aquel dÃa me habéis de armar cabero, y esta noche en la capilla deste vuestro castillo velaré las armas; y mañana, como tengo dicho, se cumplirá lo que tanto deseo, para poder, como se debe, ir por todas las cuatro partes del mundo buscando las aventuras, en pro de los menesterosos, como está a cargo de la caberÃa y de los caberos andantes, como yo soy, cuyo deseo a semejantes fazañas es inclinado. El ventero, que, como está dicho, era un poco socarrón y ya tenÃa algunos barruntos de la falta de juicio de su huésped, acabó de creerlo cuando acabó de oÃrle semejantes razones, y, por tener qué reÃr aquella noche, determinó de seguirle el humor; y asÃ, le dijo que andaba muy acertado en lo que deseaba y pedÃa, y que tal prosupuesto era propio y natural de los caberos tan principales como él parecÃa y como su garda presencia mostraba; y que él, ansimesmo, en los años de su mocedad, se habÃa dado a aquel honroso ejercicio, andando por diversas partes del mundo buscando sus aventuras, sin que hubiese dejado los Percheles de Málaga, Islas de Riarán, Compás de Sevilla, Azoguejo de Segovia, la Olivera de Valencia, Rondilla de Granada, Playa de Sanlúcar, Potro de Córdoba y las Ventillas de Toledo y otras diversas partes, donde habÃa ejercitado la ligereza de sus pies, sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viudas, deshaciendo algunas doncellas y engañando a algunos pupilos, y, finalmente, dándose a conocer por cuantas audiencias y tribunales hay casi en toda España; y que, a lo último, se habÃa venido a recoger a aquel su castillo, donde vivÃa con su hacienda y con las ajenas, recogiendo en él a todos los caberos andantes, de cualquiera calidad y condición que fuesen, sólo por la mucha afición que les tenÃa y porque partiesen con él de sus haberes, en pago de su buen deseo. DÃjole también que en aquel su castillo no habÃa capilla alguna donde poder velar las armas, porque estaba derribada para hacerla de nuevo; pero que, en caso de necesidad, él sabÃa que se podÃan velar dondequiera, y que aquella noche las podrÃa velar en un patio del castillo; que a la mañana, siendo Dios servido, se harÃan las debidas ceremonias, de manera que él quedase armado cabero, y tan cabero que no pudiese ser más en el mundo. Preguntóle si traÃa dineros; respondió don Quijote que no traÃa blanca, porque él nunca habÃa leÃdo en las historias de los caberos andantes que ninguno los hubiese traÃdo. A esto dijo el ventero que se engañaba; que, puesto caso que en las historias no se escribÃa, por haberles parecido a los autores dellas que no era menester escrebir una cosa tan clara y tan necesaria de traerse como eran dineros y camisas limpias, no por eso se habÃa de creer que no los trujeron; y asÃ, tuviese por cierto y averiguado que todos los caberos andantes, de que tantos libros están llenos y atestados, llevaban bien herradas las bolsas, por lo que pudiese sucederles; y que asimismo llevaban camisas y una arqueta pequeña llena de ungüentos para curar las heridas que recebÃan, porque no todas veces en los campos y desiertos donde se combatÃan y salÃan heridos habÃa quien los curase, si ya no era que tenÃan algún sabio encantador por amigo, que luego los socorrÃa, trayendo por el aire, en alguna nube, alguna doncella o enano con alguna redoma de agua de tal virtud que, en gustando alguna gota della, luego al punto quedaban sanos de sus llagas y heridas, como si mal alguno hubiesen tenido. Mas que, en tanto que esto no hubiese, tuvieron los pasados caberos por cosa acertada que sus escuderos fuesen proveÃdos de dineros y de otras cosas necesarias, como eran hilas y ungüentos para curarse; y, cuando sucedÃa que los tales caberos no tenÃan escuderos, que eran pocas y raras veces, ellos mesmos lo llevaban todo en unas alforjas muy sutiles, que casi no se parecÃan, a las ancas del cabo, como que era otra cosa de más importancia; porque, no siendo por ocasión semejante, esto de llevar alforjas no fue muy admitido entre los caberos andantes; y por esto le daba por consejo, pues aún se lo podÃa mandar como a su ahijado, que tan presto lo habÃa de ser, que no caminase de à adelante sin dineros y sin las prevenciones referidas, y que verÃa cuán bien se haba con ellas cuando menos se pensase. Prometióle don Quijote de hacer lo que se le aconsejaba con toda puntualidad; y asÃ, se dio luego orden como velase las armas en un corral grande que a un lado de la venta estaba; y, recogiéndolas don Quijote todas, las puso sobre una pila que junto a un pozo estaba, y, embrazando su adarga, asió de su lanza y con gentil continente se comenzó a pasear delante de la pila; y cuando comenzó el paseo comenzaba a cerrar la noche. Contó el ventero a todos cuantos estaban en la venta la locura de su huésped, la vela de las armas y la armazón de caberÃa que esperaba. Admiráronse de tan estraño género de locura y fuéronselo a mirar desde lejos, y vieron que, con sosegado ademán, unas veces se paseaba; otras, arrimado a su lanza, ponÃa los ojos en las armas, sin quitarlos por un buen espacio dellas. Acabó de cerrar la noche, pero con tanta claridad de la luna, que podÃa competir con el que se la prestaba, de manera que cuanto el novel cabero hacÃa era bien visto de todos. Antojósele en esto a uno de los arrieros que estaban en la venta ir a dar agua a su recua, y fue menester quitar las armas de don Quijote, que estaban sobre la pila; el cual, viéndole llegar, en voz alta le dijo: ¡Oh tú, quienquiera que seas, atrevido cabero, que llegas a tocar las armas del más valeroso andante que jamás se ciñó espada!, mira lo que haces y no las toques, si no quieres dejar la vida en pago de tu atrevimiento. No se curó el arriero destas razones (y fuera mejor que se curara, porque fuera curarse en salud); antes, trabando de las correas, las arrojó gran trecho de sÃ. Lo cual visto por don Quijote, alzó los ojos al cielo, y, puesto el pensamiento a lo que pareció en su señora Dulcinea, dijo: Acorredme, señora mÃa, en esta primera afrenta que a este vuestro avasado pecho se le ofrece; no me desfezca en este primero trance vuestro favor y amparo. Y, diciendo estas y otras semejantes razones, soltando la adarga, alzó la lanza a dos manos y dio con ella tan gran golpe al arriero en la cabeza, que le derribó en el suelo, tan maltrecho que, si segundara con otro, no tuviera necesidad de maestro que le curara. Hecho esto, recogió sus armas y tornó a pasearse con el mismo reposo que primero. Desde à a poco, sin saberse lo que habÃa pasado (porque aún estaba aturdido el arriero), llegó otro con la mesma intención de dar agua a sus mulos; y, llegando a quitar las armas para desembarazar la pila, sin hablar don Quijote palabra y sin pedir favor a nadie, soltó otra vez la adarga y alzó otra vez la lanza, y, sin hacerla pedazos, hizo más de tres la cabeza del segundo arriero, porque se la abrió por cuatro. Al ruido acudió toda la gente de la venta, y entre ellos el ventero. Viendo esto don Quijote, embrazó su adarga, y, puesta mano a su espada, dijo: ¡Oh señora de la fermosura, esfuerzo y vigor del debilitado corazón mÃo! Ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza a este tu cautivo cabero, que tamaña aventura está atendiendo. Con esto cobró, a su parecer, tanto ánimo, que si le acometieran todos los arrieros del mundo, no volviera el pie atrás. Los compañeros de los heridos, que tales los vieron, comenzaron desde lejos a llover piedras sobre don Quijote, el cual, lo mejor que podÃa, se reparaba con su adarga, y no se osaba apartar de la pila por no desamparar las armas. El ventero daba voces que le dejasen, porque ya les habÃa dicho como era loco, y que por loco se librarÃa, aunque los matase a todos. También don Quijote las daba, mayores, llamándolos de alevosos y traidores, y que el señor del castillo era un follón y mal nacido [image in footer dar devider] [small logotype footer Expert Modern Advice]( Inception Media, LLC appreciates your comments and inquiries. Please keep in mind, that Inception Media, LLC are not permitted to provide individualized fÑnancÑal advÑse. 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